Armando Pariona

La Vicuña: el oro andante de los Andes, en nuestras manos

Oct 2, 2024 | Biodiversidad, Emprendedores

Armando Pariona, proveniente de una zona rural de Ayacucho, fundó la Asociación Emanuel para la conservación y crianza de vicuñas.

Armando Pariona

Tras años de esfuerzo, creó la marca Wari Ayllu para transformar la fibra de vicuña en sombreros de lujo. Su misión es proteger a las vicuñas y promover el turismo vivencial.

El aire es fino, el clima gélido, el sol calcinante y la tierra no es generosa. Pero también es el espacio del silencio eterno, de cielos inmensos y noches cuajadas de estrellas. En la puna abundan los cuatro camélidos sudamericanos: la llama y alpaca, domésticas, y el guanaco y vicuña, silvestres. Pero la vicuña me fascinó desde que tengo memoria. En un territorio tan agreste, donde apenas crecía el ichu, abrías los ojos y ahí estaban. Gráciles y esquivas, con esos ojos enormes y una extraordinaria timidez. Tan bellas. Tan delicadas.

Mi familia era muy humilde y puedo decir que he conocido la extrema pobreza. Cuando éramos niños, mis hermanos y yo vestíamos con polos gastados y las típicas ojotas de jebe de llanta. Los cumpleaños no se celebraban, y yo crecí sin saber lo que era la Navidad. Mis padres subsistían con la venta de fibra de alpaca, algo de lana de oveja y un queso casero que obtenían de unas pocas vaquitas. Nuestra vida giraba en torno a los camélidos. Como la tierra no es cultivable (salvo por unas pocas papas silvestres para consumo propio) la economía se sustenta en la comercialización de fibra de alpaca y de vicuña, y la venta y consumo de carne de alpaca.

Armando Pariona

Mis papás, con gran esfuerzo, recopilaban la plata de sus ventas y juntaron para mandarnos al colegio en Huamanga, donde vivimos con un tío que tuvo la generosidad de acogernos. Cuando terminé el colegio decidí seguir estudiando en Lima para ser un profesional, y tuve que trabajar para poder pagar las clases.

Al culminar mis estudios, opté por regresar al terruño y enfocar mi carrera al trabajo con las vicuñas. Sentía que era mi misión en el mundo.

Arrancamos en el 2007 con un grupo de 10 socios, entre los cuales estaban los hermanos Meza Huyhua, personajes clave en la conservación de la vicuña. Todos éramos muy conscientes de la importancia de lo que queríamos emprender, pero no teníamos muy claro exactamente qué hacer. Decidimos crear un cerco de mil hectáreas en la comunidad campesina de Challhuamayo, a 4,500 msnm, con el objetivo de criar una población de vicuñas.

Así pues, creamos un cerco de mil hectáreas, pero no teníamos vicuñas. Pedimos unas vicuñas a Pampa Galeras, que en esa época tenía sobrepoblación.  Nos concedieron 300 ejemplares de macho, hembra y crías. Con eso comenzamos. Hicimos un gran trabajo en el terreno, comenzando por la siembra y cosecha de agua y la creación de algunas lagunas. En nuestra tierra el agua es escasa, pero la vicuña la necesita en abundancia. También sembramos semillas para reforestar y poblar el cerco de plantas altoandinas. Así nació nuestro emprendimiento: la Asociación de criadores de Vicuñas Emanuel, que ya tiene 15 años de historia. Cuidábamos de los animales, cada año hacíamos un chaccu para obtener la fibra que luego vendíamos.

Armando Pariona

Después de siete años de trabajo comprobamos con gran satisfacción que ya teníamos 700 ejemplares, habíamos doblado lo que nos concedió Pampa Galeras. Hoy tenemos 1,500 vicuñas, tantas que no entran en el cerco y hemos hecho repoblamiento en Lucanas. En los años de 2015 y 2016,  decidí junto con mis hermanos que quería hacer algo más que cuidar y repoblar la vicuña y extraer la fibra para comercializarla. Quería transformarla, y ahí nació la marca Wari Ayllu.

Un buen día, un amigo me pasó la voz de que Carlos Añaños estaría en Puquio al día siguiente. Yo a Carlitos quería conocerlo desde niño. Sin pensarlo, tomé un carro con rumbo Lucanas a las 2 de la mañana para llegar a Puquio por la mañana y esperarlo. En medio de una intensa lluvia, Carlitos apareció acompañado de Luis Núñez. Lo saludé, le di la bienvenida a la tierra de la vicuña y le pedí 15 minutos de su tiempo para conversar.

Y así le dije a Añaños: “Carlitos, queremos transformar e hilar la fibra de vicuña, pero no hay tecnología, no hay información, no sé si usted tiene algún consejo…””. Carlos debió intuir mi determinación pues me miró a los ojos, se tomó un instante y me respondió: “Armando, si quieres hacerlo, adelante, que nada te detenga”. Eso nos dio el empuje que necesitábamos. Si Carlos pensaba que se podía hacer, es que se podía.

El comienzo fue muy difícil. Estábamos solos, y tuvimos que aprender a realizar los procesos sin apoyo de nadie. Hacíamos la puchka a mano. Fue un periodo de prueba y muestra, ensayo y error y vuelta a empezar. Al final de cada proceso, le mandábamos a Carlitos una muestra. Siempre nos respondían al toque, tanto Carlos como Luis Núñez. Nos animaban. “Sigan chicos, no se rindan”. Por fin llegamos a confeccionar un sombrero del que nos sentimos orgullosos, y fuimos corriendo a enseñarlo a Carlitos. Carlos admiró nuestro esfuerzo, pero fue muy sincero y nos indicó que todavía había que mejorar.

Cuando la pandemia pasó, yo sabía lo que quería transmitir, lo que quería gritar a pleno pulmón a todo el que me quisiera escuchar: que Ayacucho es una potencia mundial en conservación de vicuñas. Tenemos la mayor población de vicuñas del Perú, tenemos el oro andante de los Andes en nuestras manos. Pero nadie nos apoyaba, las autoridades nos miraban como si estuviésemos locos, chocamos contra un muro, y otro, y otro. Me provocaba llorar de frustración. Pero estábamos convencidos de que Ayacucho sería reconocido algún día como tierra de la transformación de la vicuña. Esa es la fe que no hemos perdido, la que mueve nuestro trabajo y me acompañará toda mi vida.

Cuando el Perú salía lentamente de la pesadilla de la pandemia, supe que Carlos Añaños iba a viajar a Ayacucho. Recuerdo que agarré nuestro mejor sombrero, confeccioné una caja negra para envolverlo, y se lo llevé a Carlitos temblando de nervios. Carlos abrió la caja, observó el sombrero, levantó la vista y me miró fijo: “Prepárate, Armando, que se viene algo grande”. Regresamos a casa y nos dedicamos a confeccionar sombreros sin descanso. La confección de cada ejemplar demora de tres a cuatro meses. Son piezas únicas en las cuales se trabaja con un material muy delicado, la fibra más fina del mundo. Trabajamos con amor y pasión porque creemos en lo que hacemos. Y al final llegó la recompensa, nos otorgaron la certificación de SERFOR.

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